16.10.07

China: la vergüenza de Occidente

Asisto horrorizado a la aburrida normalidad con que los medios de comunicación están informando sobre el congreso del Partido Comunista de China. No hay ni una pizca de indignación en los textos o de agresividad crítica en los titulares; las fotos se recrean en la iconografía comunista o en el costumbrismo de la hiper-mecanización china. Las crónicas audiovisuales, ya de por sí tendentes al lugar común y al tópico, alcanzan el paroxismo en este terreno con la cobertura de este congreso.
A menudo los medios de comunicación dan claras muestras de esclerosis, así como demasiados motivos para la pérdida de credibilidad entre sus clientes: tanto televisiones, como radios, como periódicos, en general, ofrecen a los ciudadanos pocas razones para que éstos les consideren esos controladores del Poder que se espera que sean. De los patéticos gratuitos, mejor ni hablar. Sin embargo, hay que reconocer que los medios de comunicación no suelen ser muy diferentes de las sociedades en que han germinado y, de hecho, si subsisten es porque hay sectores de la población que los sustentan. Lo cierto es que ya no esperamos grandes heroicidades. A veces, en el fragor de las batallas mediáticas o políticas, a los medios se les puede sacar alguna utilidad si se les emplea con inteligencia y precaución. Pero cuando los temas tratados se salen de la guerra y entran en el limbo de los grandes consensos es el acabose: es ese instante en que los periódicos se convierten en papel higiénico de mala calidad y las radios y televisiones en una especie de hilo musical que en vez de música proveyera de monótonos sonidos con que llenar el ambiente. Es el caso de la información sobre China.
Existe una total unanimidad entre los partidos políticos respecto al país asiático: es la gran potencia del futuro y hay que rendirle pleitesía, y, sobre todo, hay que mirar hacia otro lado cuando su muy oscura trastienda sale a colocación. Se cambia cortésmente de tema se algún incauto habla de derechos humanos y se alaban las reformas que ha sabido aceptar el PCCh, afirmando de forma entusiasta que ello demuestra el realismo y escaso dogmatismo con que los comunistas chinos están dirigiendo su país hacia una presunta apertura. Se dice que el país está cambiando en la calle y que los jerarcas demuestran gran inteligencia al pilotar este cambio sin que se produzcan tensiones indeseables: la paz en China es considerada un bien internacional. Partidos políticos y medios de comunicación de izquierda y derecha analizan de manera coincidente la cuestión China.
“Real politik”, podríamos decir. Por una vez vamos a hacer lo que siempre hemos envidiado de anglosajones o franceses, poniendo por delante de cualquier otra consideración los intereses de nuestro país. Y es muy cierto que ningún país del mundo está teniendo el más mínimo escrúpulo en sus relaciones: en nuestros tratos con los chinos estamos siendo estrictamente occidentales. Allí estamos colocando todas las empresas que podemos, al tiempo que cualquier empresa China (que es como decir el Estado chino) que lo desee tiene aquí abiertas sus puertas, a las cuales sólo puede acceder sobre una larga y lujosa alfombra roja –faltaría más- a cuyos lados cabecean políticos en cuyas chaquetas abulta el cazo del 3% (o el 5 o el 10 o lo que puedan) y los heroicos empresarios cuyos ojos hacen chiribitas pensando en los negocios sin riesgo o con el riesgo cubierto que pueden caer. Y es cierto que hay algo de todo esto, pero no debemos negar la existencia de un factor añadido: el de la fascinación. Conservadores autoritarios, fanáticos de la planificación económica, aspirantes a ingenieros del alma, ansiosos antiamericanos, herederos del pensamiento comunista, marxista, leninista e, incluso más de un liberal, por razones coincidentes o divergentes, forman parte de una gigantesca tropa absolutamente obnubilada por la China post-Mao, una tropa que encuentra acomodo en casi cualquier parte del mundo.
Esta negligente y repulsiva actitud, que ignora la naturaleza y la praxis cotidiana de un régimen no sólo furiosamente antidemocrático sino abyectamente criminal, forma un pastel de ignominia cocinado en el mundo entero y cuya guinda es un insulto, un escupitajo sobre los conceptos de Libertad, Democracia y Derechos Humanos que los hombres hemos conseguido convertir en aspiraciones prácticamente universales: las Olimpíadas de Pekín.