26.11.06

La inevitable melancolía del ateo

Lluvia y melancolía a raudales en la ciudad de Vigo. Mi ciudad. Paso a menudo cerca de una farola donde alguien deposita flores de vez en cuando. Un recuerdo para alguien que ya no está ¿Gesto absurdo? Probablemente, pero no del todo. No creo en el más allá y la Fe no se acercado nunca a mi corazón o a donde sea que se deposita. No puede haber creencia -o lo que sea eso de la Fe- más extraña para alguien como yo. Sin embargo, no me queda otro remedio que respetarlo. Ojalá pudiera yo llevar algunas flores. Es decir, ojalá tuviera yo la dirección en el Más Allá de algunas personas que he querido para poder enviarles flores como esas o unas simples postales vacacionales. Desgraciadamente, esa parte de mi agenda está vacía. Y no puedo cachondearme de quienes la tienen repleta y, además, ya se están comprando sobre plano su vivienda para la eternidad en esa zona.
Mi amigo de la infancia, hermano para siempre aunque no viajemos ya en la misma línea del destino, es Testigo de Jehová. Nunca me gustó eso, lo reconozco, pero hay algo en él, en su familia y en sus correligionarios que siempre me ha producido algo muy parecido a la envidia. Me ocurría en nuestra infancia y me sigue ocurriendo ahora. Es esa seguridad con la que pasan por la vida y se enfrentan a la muerte.
Creer en Dios sinceramente debe ser un chollo mucho mejor que que te toque la lotería. Los que de una u otra manera somos unos materialistas desesperanzados y descreídos no podemos disponer más que de la certeza de la muerte, algo más bien poco tranquilizador.
Hoy esas flores parecían soportar con alegría los golpes brutales de las gruesas y frías gotas de lluvia, como si el destinatario las estuviese protegiendo con una sonrisa.
Yo, en cambio, que sé, porque no puede ser de otra forma, que eso de la Fe, Dios y el Más Allá son zarandajas y supercherías producidas por la conciencia de hombres de otras épocas en que no se había dividido el átomo y la gripe era una enfermedad letal, y que camino por mi ciudad con la soberbia del hombre razonable curado de supersticiones, no puedo evitar que sienta sobre mi espalda una acusación displicente, apenas compasiva, que llega eléctricamente desde esa farola, desde esas flores y, casi llego a pensar, por un segundo, que desde el Más Allá.
Cómo manejar esta paradoja en que la alegría pertenece a los supersticiosos que creen en dioses antiguos con sus venganzas infernales y sus premios paradisíacos, mientras se reserva para mí, librado por la razón de esas tonterías, una punzante melancolía sin cura posible, una duda ardiendo en el pecho, un resquemor indisimulable ante las tres o cuatro certezas que la razón me ha dejado en el bolsillo como un tesoro envenenado y radioactivo que parece pudrirme el espíritu antes que los huesos o la sangre.
Es, sin duda, la inevitable melancolía del ateo librado a sus solas fuerzas en el vasto universo.

18.11.06

El mono de los cojones azules

[Comienzo a desarrollar hoy y aquí una vieja idea. Echa a andar sus primeros pasos, o echa sus primeros dientes de leche, el blog hermano de "El ciudadano liberal", blog político que va para sus dos años de existencia.
¿Y cómo se dan los primeros pasos? Porque no me acuerdo, la verdad. Y qué decir de lo de echar dientecillos de leche.]

Hace tiempo, antes de que mi pasión desmedida por Dostoyevski me quitara las ganas de ser escritor (uno de estos días contaré esa historia), escribí un libro que luego se tituló de otra manera pero que durante su escritura yo denominaba "El mono de los cojones azules". En aquel entonces, me hacía mucha gracia ver cómo se agolpaba la gente ante la jaula de un mono cuyos genitales tenían ese llamativo color. Y aclaremos que no sólo los niños. Aquel mono acaparaba todas las miradas y dejaba en una desoladora orfandad al resto de simios de las jaulas colindantes, la mayoría de ellos mucho más divertidos e interesantes que aquel monazo cuya más reseñable virtud era tener una especie de señal luminosa en vez de sexo, no sé, dada mi ignorancia en temas de zoología, si para ser localizado por las hembras de su especie o para facilitarse la labor a sí mismo en las largas, oscuras y frías noches de invierno, algo muy útil, seguramente, para un mono enjaulado, aficionados como son los monos enjaulados al orgasmatrón manual.
Os cuento esto porque aquel libro se escribió, entre éxtasis kífico y ceguera etílica, en mis años de post-adolescencia (que a mí, para ser sinceros, se me alargaron bastante) cuando yo me sentía exactamente así: como un mono de cojones azules, enjaulado y con un montón de público.
Mi público, entonces, era diverso. Muchos de sus componentes tenían siempre consigo bolsitas de cacahuetes con mi nombre y amenazaban con premiarme con su contenido si respondía correctamente a sus incisivas preguntas. En este mi primer diente de leche o paso torpón pero heroico, creo pertinente señalar algunas de aquellas cuestiones que me producían el mismo efecto que debe producir una trepanación: ¿Piensas madurar algún día?¿Estás buscando trabajo de verdad o nos estás engañando a todos?¿Por qué no preparas unas oposiciones o una FP?¿Crees que esta casa es un hotel?¿No ves el daño que estás haciendo a tus padres y a la gente que te quiere?¿Estás metido en drogas?¿Sabes que estás haciendo todo lo necesario para acabar muy mal?¿Qué coño de escritor vas a ser tú, hombre?¿Crees, acaso, que los escritores no trabajan?¿Así que toda la sociedad está corrompida menos tú que brillas con un halo de perfección y pureza, no? ¿Así que tú puedes pasar entre nosotros sin riesgo de contaminarte por nuestra mentalidad de esclavos porque naciste con tu sublime y divina sangre de aristócrata?¿Pero tú te das cuenta de lo imbécil y engreído que eres?¿Por qué no intentas hacer algo de provecho en la vida con el buen corazón que tú tienes y lo inteligente que eres?¿Tú no te das cuenta de lo inmaduro que eres, verdad?¿Estás en una secta?
Y así. Lo cierto es que mi identificación con el mono era mucho más profunda de lo que confesaba en público y por muchas razones. Las estéticas no eran las más importantes, aunque en muchos aspectos era bastante excepcional, por lo que no me faltaba público para mis monerías. Por ejemplo, mis profesores fueron auténticos especialistas en malformarme, maleducarme y convertirme en un auténtico desastre, gracias a sus aplausos antipedagógicos y negligentes.
Sin embargo, era la soledad pública del mono lo que más me acercaba a él. Era lo bastante inteligente como para saber que todas aquellas señales de peligro tenían su fundamento pero no estaba lo suficientemente hecho aún para saber reaccionar.
Porque sí, era muy, muy engreído.
Me dijeron un millón de veces que si seguía conduciendo de esa manera me iba a estrellar contra un muro del que todos hablaban y yo no veía. Según todos los seres cabales que me rodeaban, los resultados de aquella hostia, aunque eran imprevisibles, serían muy malos con toda seguridad. De modo que tras tanta advertencia hice lo que algo dentro de mí, intensa, furiosamente, me pedía. Cuando ví el muro me pareció, hermoso, luminoso, un destino. Aceleré.

16.11.06

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