14.5.07

Mujeres. El breve fulgor de un beso ¿sin nombre?

No recuerdo tu nombre y no quiero recordarlo. Cuando va a llegar a mi lengua, después de intentar salir de alguna sala oscura de mi cerebro, obligo a esa masa gris a pensar en otra cosa. Está bien así: unas pecas sobre una tez pálida, unos cabellos vaporosos de ese tono donde el rubio quiere convertirse en algo aún más claro, un cuerpo liviano todavía formándose como amarrando una erupción volcánica imposible de contener, unos pechos duros que empujan para superar los límites de una piel que en la lucha por no ser desbordada se vuelve, en su perfección inestable, irresistiblemente bella...Todo está bien así, sin nombre en mi memoria.
Damos tumbos etílicos y adolescentes y rodamos blandamente por la yerba de un parque tras haber fallado en sostenernos un seto juguetón. Te juro solemnemente que no he conocido una belleza igual y te ríes de mí, más joven unos meses, más madura bastantes años.
No entiendo la suerte de tenerte entre mis brazos, de tocarte con la desatada lujuria de unas hormonas que me empujan y me empujan sin control alguno. Sé muy bien que no te amo y que probablemente no te amaré nunca, pero, Dios, lo que daría por amarte desesperadamente, hembra recién salida de la niñez. No sé por qué hemos bebido juntos, ni qué cruce de casualidades han diseñado los dioses en las estrellas para reírse a gusto mientras acercan sus pérfidos ojos al microscopio con que miran humanos sin apenas verlos. No sé a dónde nos dirigimos, al menos más allá del trayecto meramente físico.
Sé que nada tiene sentido porque el edificio que ya se yergue ante nosotros acoge a dos mujeres que sí amo. Una es la mujer de mi vida. La otra es el sueño esquivo que no nunca podré aprehender a pesar del mutuo deseo. O eso creo en ese momento. Te lo hago saber. Te digo que cambiemos el rumbo. Te lo suplico con los ojos húmedos porque soy consciente de lo que se desvanece ante mis narices. Sí, horriblemente consciente de que una belleza como la tuya, que nace del manantial mismo del alma, es un tesoro insólito. Te juro en mil idiomas incomprensibles que nuestro destino no tiene que ser obedecido necesariamente y, súbitamente, en los oídos de la borrachera, una confesión me estalla como una bomba nuclear. Tú sí me amas, me amas desde hace mucho, me amas en secreto, me amas en serio y con verdad. No tiene nada que ver con la casualidad, ni con los líos provocados por los dioses cabrones desde su aburrido Olimpo. No tiene nada que ver con la adolescencia, ni con las hormonas desbocadas. No tiene nada que ver con el el litro de vodka que nuestras gargantas han dejado pasar hasta las entrañas. Me amas y nos dirigiremos a ese edificio y me llevarás ante esas mujeres como a un juicio y me esperarás en tu habitación, me esperarás toda la noche. Entiendo tu decisión. Nos separamos y me quedo en una cruel agonía. No recuerdo la separación, tal vez nos besamos, tal vez no, pero sí que recuerdo muy bien tu lengua. Quizá ese recuerdo sólo tenga la función de un ancla para un marino perdido. Tuve un tesoro en las manos. Se licuó y se perdió entre mis dedos. Debí haber llorado amargamente pero sólo tengo un recuerdo vago.
Tú sabías mucho mejor que yo lo que ocurriría y te debí parecer un imbécil sin remedio cuando te dije que en seguida iría a buscarte. Un ser débil, seguro, un ser confuso y desesperado, no hay duda, pero espero que no creyeses que un ser mezquino. Supongo que lo que ocurrió después fue mi forma de hacerte saber que era un caballero, hay que joderse, un héroe de novelón victoriano. No sé, todo es confuso. Cómo ser un tonto digno en los años en que las chicas son sólo muescas en el revolver.
Así que no fui inmediatamente a buscarte. Quizá en mi inconsciencia etílica una parte de mí permanecía sobria y al timón. Una parte de mí que decía que aquella belleza me amaba y que por esa misma razón no iba a darme sexo de animal ciego. Porque sé muy bien, ahora, veinte años después, que querías sexo, pero sexo consciente, sexo emocionalmente real, no el sucedáneo infantil que era lo único que yo habría podido darte. Algo dentro de mí debió comprenderlo, el piloto de la nave a la deriva en el océano de alcohol que yo era. Cogí una manta en alguna habitación -no la mía, porque eso descubriría allí mi presencia, lo que no quería- y me fui a un salón de actos. Me envolví en ella y me dejé caer derrotado en alguna butaca. Me dejé ir en una duermevela triste e indecisa.
Una hora más tarde apareció aquella mujer que sí amaba y que creía que nunca tendría. Me despertó con café y besos. Por fin era mía, algo que había perseguido durante muchos meses, y, sin embargo, yo no te podía sacar de mi cabeza. Y, de hecho, nunca te has ido del todo, pequeña rubia sin nombre.
Mientras la juventud me va abandonando lenta pero irremisiblemente, el pasado se vuelve irónico, quizás sarcástico, y pregunta. Pregunta para tocar las narices, pero pregunta también para asegurarse de que ha existido. Y con ácida mala leche desliza la cuestión de si tú habrías podido ser el gran amor de mi vida. Pero quién sabe cuántas veces nos cruzamos con nuestro gran amor, con la pareja perfecta, en la calle, en el bus, o volando a algunos kilómetros sobre la superficie de la tierra, sin llegar a saberlo nunca. Pero, en fin, es la maldición de la estadística. Ese ser humano existe pero qué escasas probabilidades hay de que lo descubramos. Nos acercamos mucho, a veces, pero somos un ser inacabado e inacabable. La perfección no está hecha para nosotros porque la perfección sólo es un sueño doloroso e intranquilizador cuando queremos unirla al amor.
Y cuando voy a acabar estas líneas tu nombre acaba de llegar a mi lengua, a pesar de todo. Con esa lengua lo pronuncio, en un susurro, en soledad. Esa lengua que en un breve instante de un pasado brumoso y lejano se enredó con la tuya quedando impregnada para siempre de su sabor. Una estrella fugaz de la que sólo yo he sido testigo. No puedo evitar un secreto orgullo.

13.5.07

Una noche con Corcobado

Me paso la mañana escuchando canciones tristes de Corcobado. Recuerdo una noche muy lejana en el tiempo. Él acababa de dar un concierto en solitario en Vigo. Yo languidecía drogado y perdido entre su publico. Teníamos una amiga común. Acabamos en el puerto, amaneciendo ya, nuestros pies colgando sobre el mar grasiento y sucio. Recuerdo que hablamos de la Velvet, del amor y de la soledad.
La Velvet, el amor y la soledad, precisamente. Qué ironía, la Velvet se convirtió en silencio, el amor en desamor y la soledad en infierno. No diría yo que se produjeron grandes cambios. El silencio es música y el desamor es amor insatisfecho. Que la soledad se convirtiese en un infierno de ratas y ruinas tampoco debe sorprender a nadie.
Han pasado más de 15 años desde aquella noche. No he escuchado a Corcobado con tanta asiduidad como entonces. Aquel hombre que parecía inmerso en una profunda reflexión interior, como si estuviese en una encrucijada ha sabido seguir haciendo música con tenacidad digna de encomio. Sigue fuera de los circuitos comerciales, no le hemos visto en los 4o Principales ni en nada parecido. Me imagino que no será millonario, precisamente. Un artista. Me descubro el cráneo, admirable.
Aquella noche ha quedado fijada en mi memoria de manera indeleble (y eso que no recuerdo aquella época con mucha precisión).